“Me preocuparía un país que lo empezaran a manejar 10 mil tuiteros”, señaló recientemente Alfonso Swett, presidente de la poderosa Confederación de la Producción y el Comercio, en relación con el debate en torno a la rebaja de la jornada laboral.
La afirmación prácticamente repite lo expresado hace algunas semanas por el senador socialista José Miguel Insulza: “Si los políticos van a leer lo que dicen en Twitter en la mañana antes de ir a votar al Congreso, estamos perdidos”.
Ambos dichos reflejan en forma indisimulada la incertidumbre y el temor que han comenzado a sentir los sectores dominantes de la política y la economía ante la creciente influencia de las redes sociales. Y ello sucede no solamente en nuestro país.
Efectivamente, hay cada vez más evidencia que las redes como Twitter, Instagram o Facebook no son solamente un nuevo instrumento de comunicación, sino que representan un fenómeno que está cambiando las formas de relacionarnos entre los seres humanos.
“El control se nos escapa”: esa habrá de ser la íntima sensación, por cierto no confesada, de los sectores dominantes. Y es que por primera vez en la historia de la humanidad, las personas comienzan a comunicarse e interactuar fuera de normativas y controles previamente establecidos.
Y lo que vale para Uber y Cabify, con la consiguiente indignación de los taxistas, vale con mucha mayor razón para la comunicación política. La élite se siente desarmada y además desnuda: la cantidad de escándalos que remecen a todas las instituciones sin excepción es una característica de la era de las redes.
Y si bien éstas distan de ser solamente virtuosas, pues también se prestan a todo tipo de falsedades y engaños, hay un hecho indesmentible: su influencia en la sociedad seguirá creciendo día a día.
Por Jorge Gillies