El analista político Roberto Méndez interpreta en una reciente columna de prensa un sentir generalizado en la población, al señalar que las revelaciones sobre el comportamiento del emblemático cura jesuita Renato Poblete son la culminación de una crisis de confianza extrema en el conjunto de las instituciones. Lo que prevalece, señala, es desconsuelo, orfandad y miedo. Eso es muy cierto.
Pero una mirada más acuciosa nos muestra que este tipo de comportamientos siempre ha estado presente en la historia humana, incluso en las instituciones más sacras, y muchas veces sobre todo en estas instituciones. Basta analizar el origen del protestantismo para recordar las lacras que marcaron el actuar de la Iglesia Católica durante siglos. Es que las “instituciones” -laicas o religiosas, políticas, educacionales, económicas, sociales- no son otra cosa que redes conformadas por seres humanos de carne y hueso.
Y cuyas interacciones, según el destacado neurobiólogo Humberto Maturana, están gatilladas por las emociones y el lenguaje. En ese orden. Es más: lo habitual es que el lenguaje –o sea el elemento racional de la comunicación- se utilice para justificar las emociones, vale decir las pulsiones irracionales que impregnan a todos los seres humanos sin distinción.
De ahí que un efecto positivo de la postmodernidad –como se denomina la época que estamos viviendo- sea el cuestionamiento de las instituciones. La desconfianza intrínseca frente a los poderes de todo tipo –es cierto que muchas veces exagerada y llevada al límite en las redes sociales- ha tenido como efecto que hoy se puedan conocer verdades antes ocultas. ¡Cuántas tropelías, sufrimientos e injusticias habrán pasado inadvertidas en épocas en que no existía la vigilancia que hoy permiten las tecnologías de la comunicación!
En rigor, la caída de los santos es entonces una bendición.