Perú se despertó con dos presidentes. La decisión del presidente Martín Vizcarra de disolver el Congreso nacional, si bien fue celebrada en las calles del país, de inmediato fue replicada por sus opositores, quienes lo suspendieron ‟temporalmente” acusándolo de haber dado un golpe de Estado. Así, la lucha de poderes en el seno de las instituciones peruanas llega a un crítico punto de no retorno.
El Ejecutivo y el Legislativo se mantenían en pugna constante desde hacía tres años, pero la situación alcanzó su clímax cuando el Congreso, de mayoría opositora, anunció el inicio de un proceso para elegir dos nuevos magistrados al Tribunal Constitucional. Esto, sin convocar previamente un concurso público, como se hace usualmente en el Perú.
El presidente Vizcarra, quien solicitó al Parlamento, bajo el rótulo de ‟Urgente”, que se detuviera el proceso y se abriera un período de postulaciones a nivel nacional, amenazó al Congreso con disolverlo si se desestimaba su demanda. Una solicitud que formalizó este lunes como una ‟cuestión de confianza”. Sin embargo, el Parlamento le dio prioridad a la elección de un primer magistrado, y eso derivó en la categórica medida del Gobierno.
El problema es que el Congreso se saltó la convocatoria abierta, y en cambio optó por invitar directamente a determinados juristas, quienes, por cierto, son públicamente cercanos al fujimorismo. Esa fue una maniobra política, pues una vez que estuvieran en el Tribunal Constitucional, esos magistrados podrían a través de la justicia favorecer a los miembros del fujimorismo, o perjudicar a funcionarios de otros partidos”, dice.
Efectivamente, varios congresistas de oposición tienen abiertas causas penales en su contra. Algunos están incluso vinculados a la Operación Lava Jato. Pero estos procesos se encuentran detenidos, dado que actualmente los investigados gozan de inmunidad parlamentaria. Un privilegio que perderán en 2021, cuando termine el período constitucional. Entonces se retomarán sus casos ante la Justicia.
Al nombrar magistrados adeptos al fujimorismo, ellos querían garantizar su impunidad futura, pues sus casos podrían llegar ante el Tribunal Constitucional, y en esa instancia los nuevos magistrados les iban a devolver el favor.
Ambas partes acuden debilitadas a este estadio de la lucha de poderes. Mientras el Parlamento ha perdido gran parte del apoyo popular (70% apoyaba su disolución en abril, según el Instituto de Estudios Peruanos), Martín Vizcarra ejerce un liderazgo falto de solidez, principalmente a causa de una presidencia sin resultados relevantes, que gira monotemáticamente en torno a su confrontación con el Congreso.
Esta situación se veía venir, porque desde su instalación en 2016, la oposición hizo uso de su mayoría parlamentaria para saquear al gobierno. Fue esa férrea confrontación la que condujo a la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski el año pasado, y Vizcarra corría exactamente la misma suerte. Por eso apeló a la cuestión de confianza como una medida límite.
En Perú, la disolución del Congreso tiene un precedente lamentable. En 1992 el entonces presidente Alberto Fujimori aplicó la misma medida, lo que dio inicio a una de las épocas más oscuras en la historia del país.
Con un Congreso disuelto que, a su vez, suspende al presidente en funciones, se anticipan para el Perú días de incertidumbre. Urge ahora que el poder civil se muestre capaz de dar respuestas. De lo contrario, la polarización podría hacer resurgir los viejos fantasmas que tantos ruidos de sables han producido en América Latina. La decisión de Vizcarra es respaldada por gran parte de la sociedad, pero su liderazgo -y la responsabilidad política del resto de los actores- debe ahora estar a la altura de la coyuntura histórica. De lo contrario, Perú podría asomarse a la antesala del desastre.