En Perú, como dice un viejo refrán, esta semana “se han juntado el hambre con las ganas de comer”.
La isla de estabilidad social que se había instalado en ese país, con una sólida economía, suponía una constante diatriba entre el poder ejecutivo y legislativo en la que “la sangre nunca llegaba al río”. Sin embargo, ahora la situación parece ser otra.
Mientras las doctrinas neoliberales instaladas por el sangriento régimen de Alberto Fujimori funcionaban a plenitud y se prolongaban durante las últimas dos décadas en distintos gobiernos, unos más de izquierda como el de Ollanta Humala y otros más de derecha como el del depuesto Pedro Pablo Kuczynski –pero todos operantes del mismo orden liberal reinante–, la conflictividad política se retiró de las calles peruanas.
A diferencia de los países vecinos (y andinos) que ‘han ardido’ en varias ocasiones desde 2019 (Bolivia durante el golpe de Estado, Ecuador con el levantamiento indígena, Chile y Colombia con sus respectivos estallidos y sus réplicas prolongadas), el Estado peruano sostenía crisis determinantes para su institucionalidad, como la disolución del Congreso y la deposición en serie de presidentes, pero sin que ello disparara la conflictividad social en las calles.
Al momento, coinciden varias situaciones: un Gobierno muy débil, una élite muy rabiosa y racista y una crisis económica que no se había visto desde los ochenta.
Si para representar aquel viejo refrán, usamos “el hambre” como símil de la crisis económica derivada del conflicto en Ucrania que ha aumentado el precio de los combustibles y alimentos, entonces “las ganas de comer” están representadas por una clase dominante limeña que quiere derrocar por cualquier medio, incluyendo el militar, al presidente, Pedro Castillo. El humilde maestro les ganó un evento electoral hace apenas ocho meses sin apenas financiamiento y, básicamente, no ha podido en este tiempo ni nombrar un gabinete que le aguante unas pocas semanas.
Al momento, coinciden varias situaciones: un Gobierno muy débil, una élite muy rabiosa y racista y una crisis económica que no se había visto desde los ochenta. Así, se juntan todos los elementos para que se abra un escenario de mayor conflicto y polarización en Perú.
La coyuntura de esta semana
Apenas la semana pasada, la derecha radical intentó sin éxito, pero con mucha agresividad, deponer al presidente por la vía de aprobar en el Congreso la vacancia debido a su “incapacidad moral”.
Basta leer algún medio limeño para entender que la clase dominante peruana quiere deponer al presidente en lo inmediato, así que ha optado por otra vía diferente a la legislativa, que ha fracasado en dos ocasiones de manera sorpresiva (si comparamos la debilidad de Castillo con la de otros presidentes anteriores, más poderosos, que han sido depuestos por el legislativo con suma facilidad).
En este sentido, la presente coyuntura puede servir a sus fines, ya que el alza del combustible y los alimentos ha significado un malestar profundo en todo el tejido social, incluyendo el campo peruano, que es el sostén político del presidente.
En ese contexto, la semana pasada, transportistas de carga pesada convocaron un paro nacional para protestar por el alza del combustible.
Dicho paro se atenuó, o al menos eso parecía, cuando el presidente anunció la exoneración del Impuesto Selectivo al Consumo a las gasolinas de 84 y 90 octanos y al petróleo, lo cual automáticamente bajaría el precio.
Es en este punto cuando resultan sorpresivos los cierres de rutas, días después, en varios puntos del país. Asociaciones de transportistas se distanciaron de estas acciones, que ya se notaban más foquistas, violentas, poco masivas y con tendencia a la radicalización.
En estas reyertas se produjeron al menos cuatro muertes en Huancayo, que según el ministro de Defensa, José Luis Gavidia, no se debieron a la acción policial, sino que fueron consecuencia de las mismas trancas. Sin embargo, los decesos fungían de nueva excusa perfecta.
Como respuesta, el Gobierno, con la vocería del propio presidente, decreta de manera innecesaria –y sorprendente también– un paquete de medidas represivas en Lima y Callao, que incluyen toque de queda y suspensión de derechos.
Si bien esta semana termina mucho más estable, también es cierto que el conflicto seguirá subiendo de temperatura en la medida en que el status quo no logue su objetivo único: el derrocamiento.
Con ello, la derecha estalla de ira y empuja hacia la radicalización a los partidos socialdemócratas que dirigen el Congreso, y cuyas abstenciones son el último sostén institucional del Gobierno, que con estas acciones deviene en “peso muerto” difícil de justificar.
Por su parte, el Gobierno –como ya tiene acostumbrado hacer– echa para atrás estas medidas, ofreciendo la imagen de una administración que no tiene claras las consecuencias de sus actos. Sin embargo, consigue bajar las tensiones en las regiones señaladas.
Desde los medios de comunicación, una marcha de dos cuadras convocada el martes por la clase media limeña, es amplificada como prueba irrefutable de que el presidente “tiene que irse”. Los barrios altos y medios estallan en cacerolazos.
Situaciones de enfrentamiento con la policía, quema de casetas de vigilancia, saqueos y atentados contra la propiedad pública se dispersan unas horas. Las acciones de protesta política devienen en actos violentos y anónimos sin vocería política.
Obviamente, la medida de inamovilidad tomada por Castillo es impopular en todos los sectores de los lugares donde se tomó, especialmente en el comercio formal e informal, y supone un entorpecimiento de la normalidad cotidiana. Por suerte, supo rectificar rápido, así como viajar a Huancayo para atajar las críticas por las muertes producidas.
Si bien esta semana la situación termina mucho más estable de lo que se previó en su comienzo, también es cierto que el conflicto seguirá subiendo de temperatura en la medida en que el status quo no puede lograr su objetivo único: el derrocamiento.
¿Cómo serán los próximos intentos? ¿empujaran acciones que culminen con un largo período de conflictividad moderada? ¿quemarán la casa para sacar al inquilino?
Todo esto está por verse. Los próximos días serán cruciales.
Ociel Alí López es sociólogo, analista político y profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido ganador del premio municipal de Literatura 2015 con su libro Dale más gasolina y del premio Clacso/Asdi para jóvenes investigadores en 2004. Colaborador en diversos medios de Europa, Estados Unidos y América Latina.