El verano de 1976 Rodrigo Rojas De Negri viajó a Canadá para reunirse con su abuela durante las vacaciones, pero debió esperar diez años para regresar a su país. Repentinamente las comunicaciones con los que quedamos en Chile se interrumpieron. Días más tarde sabría que su madre se encontraba detenida en Valparaíso, junto a un grupo de militantes comunistas acusados de vínculos con una imprenta clandestina.
Pablo Salvador, hermano de Rodrigo de un año de edad, estaba a cargo de una familia amiga. La casa en que vivían fue saqueada por desconocidos. Según contó después, ese 7 de marzo, cuando apagó las velas de la torta de su décimo cumpleaños, fue el día más triste de su vida.
Verónica De Negri, su madre, fue trasladada al campo de concentración de Tres Alamos. Allí permaneció más de un año, hasta que fue expulsada del país y logró refugiarse en Estados Unidos, donde se reunió con sus dos hijos.
En medio de planes, postergados una y otra vez por la negativa chilena para que su madre retornara al país, Rodrigo nunca se insertó plenamente en la sociedad norteamericana. Y
tampoco tenía madurez para comprender lo que ocurría en su tierra de origen. Vivió un tránsito indefinido, igual que tantos otros, entre una realidad que sentía ajena y otra que, sabiéndola suya, sólo percibía por señales lejanas.
Desarrolló un sentimiento casi obsesivo ante esa realidad que escapaba de sus manos. Buscaba ansioso la literatura latinoamericana, tocaba charango en un grupo de música andina, participaba en actividades de solidaridad, todo en los días en que jóvenes de todo el mundo tenían en el rabillo del ojo las victorias sandinistas en Nicaragua, las hazañas del Frente Farabundo Martí en El Salvador y la lucha del pueblo chileno contra la dictadura. Sin importar las diferencias de idioma, esos jóvenes sentían que, allá lejos, se gestaba la posibilidad de una sociedad más justa, digna y democrática. Y no querían permanecer ajenos.
En Washington, Rodrigo vendía material fotográficos, para ir construyendo su propio equipo. El azar le permitió encontrarse mucho antes con la magia de la imagen atrapada. Cuando niño, en casa de una tía conoció a un joven que le enseñó a revelar la realidad desde el cuarto oscuro y hacerla perenne, en una relación entrañable. Le contó que lo hacía por hobby. Años más tarde, supo que el ídolo de su niñez era militante del MIR, se enteró de su verdadero nombre y de que había sido detenido en un gran operativo, un día cualquiera, en una calle de Santiago.
Rodrigo amaba a América Latina. Su exilio lo vivió entre latinos. Soñaba con ir a Nicaragua, pero no quería hacerlo como turista. Su timidez le impedía llegar hasta esas tierras como norteamericano, o hacer uso de sus contactos personales. No quería ser considerado en forma especial y prefería obtener su propio espacio recurriendo a sus propios méritos.
Cuando cumplió 19 años, en marzo del ’86, ya contaba con los mínimos recursos para tomar rumbo a Chile. Reunió sus pequeños recuerdos y otras pertenencias en una pequeña maleta, y en su bolso fotográfico metió sus dos cámaras y cuantos otros materiales le fue posible. Traía un boleto hasta Lima, esperaba llegar hasta Machu Pichu, pero la ansiedad era más fuerte. Visitó a su abuelo en Arica y continuó por tierra hasta Santiago.
“¡Qué lindo es mi país, la gente, todo. Esto, mamá, es distinto a todo, pero tal como lo soñé!”, se le escuchó decir, días más tarde, por el teléfono de su casa en Washington. La voz le había cambiado.
Nuestras conversaciones diarias, hasta altas horas de la madrugada, tenían el misterio de un cuento extraño, porque ya no se trataba de un relato lejano. Preguntaba de todo, desordenado por la impaciencia. Quería fundirse con aquello que le rodeaba, aunque tenía que lidiar con su ingenuidad frente al peligro y la crudeza con que los suyos debían luchar por su subsistencia. No entendía los llamados de atención que recibía cuando apretaba sin medida el obturador de su cámara o se exponía, tan abiertamente, para fotografiar a policías y militares sin medir las circunstancias. Mientras todos habíamos aprendido a controlar lo que decíamos ante personas desconocidas, él hablaba fuerte en el bus, la calle o el Metro, sin escrutar el silencio y las miradas extrañas de sus acompañantes. Le costó comprender que hubiera quienes ocultaban su domicilio.
Soñaba con formalizar en Chile su militancia en las Juventudes Comunistas y conquistar el derecho de sumarse, en esa condición, a la lucha del pueblo sandinista en Nicaragua, pero también quería continuar sus estudios en su país natal. En el intertanto, se integró a las actividades de los estudiantes de la facultad de Medicina Norte y de la Universidad de Santiago. Junto a ellos participó en movilizaciones y tomó fotografías. Con ellas planeaba publicar un libro en Estados Unidos, donde se difundiera un nuevo enfoque de esta realidad cotidiana.
Reprochaba que la lucha contra la dictadura se había quedado en las representaciones grises, que había que buscar más el color, la emoción del primera plano, la vida.
El día anterior a la protesta, donde encontró la muerte, se trasladó junto los estudiantes de la USACH hasta la comuna de Estación Central. Allí realizaron actividades recreativas con los niños y compartieron con los pobladores, que hacían los preparativos para el día siguiente.
A las ocho de la mañana del día dos de julio, Rodrigo caminaba junto a un grupo de jóvenes por una calle de la comuna. Según lo establecido en el proceso judicial, el grupo llevaba cinco neumáticos, un artefacto incendiario y un bidón de parafina para encender una fogata e interrumpir el tránsito. Fueron interceptados por una patrulla de soldados que inició la persecución.
Rodrigo y Carmen Gloria Quintana fueron apresados y brutalmente golpeados con las culatas de los fusiles. Sus captores, luego de reducirlos completamente, los tendieron en el suelo, los rociaron con combustible e hicieron arder como piras humanas. El teniente Sergio Fernández Dittus, jefe de la patrulla militar, ordenó que los cuerpos humeantes fueran cubiertos con frazadas y subidos a uno de sus vehículos. Horas más tarde, fueron lanzados en una acequia de las afueras de Santiago, en el sector rural de Quilicura.
Carmen Gloria logró sobrevivir tras largos años de penosos tratamientos. Rodrigo murió cuatro días más tarde. «Cuando entenderán los fascistas que la vida de los que luchan por la vida, no termina con la muerte; preguntó Cristian Berríos, vicepresidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Santiago, ante la multitud que acompañó sus restos hasta el Cementerio General.
La imagen pura y transparente de Rodrigo se quedó con nosotros como la vivacidad de sus fotografías.
Por Claudio de Negri, periodista y tío de Rodrigo