Los aparatos electrónicos siempre han captado mi atención. Desde muy pequeño, recuerdo la intriga que me producía saber qué había dentro de la radio, qué se movía cuando se escuchaba la música o hablaban los locutores. Grande fue mi decepción infantil al observar cómo abrían una vieja radio de transistores Toshiba para instalar un eliminador de pilas… Nada se movía, y cuando hablaban tampoco, ni siquiera una luz. Solo circuitos cafés y verdes.
De ese modo, resuelto el misterio de lo que había en el interior de estos artefactos, centré mi atención en escuchar con detalle lo que se decía a través de ellos. Fue así como recorría el dial entero, colocando mi atención en aquellas señales más débiles, con mucho ruido, y escuchando desde dónde se emitían. Fue así como en el viejo San Miguel de finales de los 70 y principios de los 80 ya tenía identificadas varias señales: de Melipilla, Talagante (una vez sintonicé BioBio de Concepción), de noche varias radios argentinas. Un mundo aparte y fascinante fue el descubrimiento de la onda corta, La Voz de América, que se escuchaba muy potente, y también la radio moscovita, que tuvo tanta influencia en mi pensamiento adolescente (aunque con dudosos resultados). Cuando ingresé al mundo laboral, tenía la obsesión de hacerme con equipos: radios, tocadiscos, tres en uno.
Gran parte de mi exiguo sueldo de entonces lo juntaba para adquirir estos dispositivos. Los compraba y luego los vendía. Recuerdo cuando salieron los minicomponentes y me compraba dispositivos llenos de luces y un sonido deplorable, con sus estructuras plásticas.
Hoy, con el paso de los años y esa agudeza que se alimenta de melancolías pasadas, repasaba mentalmente algunos de esos dispositivos adquiridos con el miserable sueldo mínimo, recordando esas teclas plásticas que accionaban el mecanismo para avanzar una cinta al punto deseado, para escuchar alguna grabación, que podía reproducir infinitas veces en dispositivos marca Eroica, Crown, Portland y otras invenciones asiáticas, imitación de aquellos dispositivos de marca real y calidad, inalcanzables para un simple trabajador de imprenta que laboraba con los audífonos escuchando programas de radio, sin imaginar que la llegada del segundo milenio me daría la oportunidad de ser yo quien hiciera los programas y que justamente hoy un trabajador de un taller me escribiera para decirme que le gustaba nuestra propuesta radial. No puedo dejar de trasladarme al año 88 cuando, en una máquina para hacer cuadernos, acortaba el turno de noche con mi personal stereo.
Jaime Oyaneder Ramírez
San Joaquín, 19 de abril de 2024
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