Gamboa es uno de los barrios más antiguos de Río de Janeiro, conocido también desde hace varios siglos como “Pequeña África” debido a la alta concentración de africanos esclavizados que desembarcaban en el puerto colindante. Una vecina, Mercedes Guimarães, encontró “por error” en 1996 el que hasta el día de hoy se considera el mayor cementerio de esclavizados Pretos Novos de las Américas. Pretos Novos (o negros nuevos, por su traducción al español) era el término utilizado durante el periodo de la esclavitud, siglo XVII – XIX, para designar a las personas cautivas en África que morían antes de ser vendidas a los patrones del trabajo esclavo.
Sin tumba. Los restos mortales de más de 40.000 africanos cautivos –según las estimaciones– permanecen hasta el día de hoy sin identificar en fosas comunes. Están tan a ras de la superficie que una simple obra de reforma de una casa consiguió dejar los restos al descubierto. Los huesos amontonados afloraron el 8 de enero de 1996 cuando los albañiles comenzaron su primer día de trabajo en la casa de Guimarães. El pasado emergió a pesar de que las autoridades brasileñas continúan hasta el día de hoy echando tierra sobre uno de los más aberrantes capítulos de la historia de la humanidad: la esclavitud.
A pesar del caso omiso del Ayuntamiento de Río y tras una década de espera, Guimarães y algunos amigos decidieron en 2005 levantar el Instituto de Pesquisa y Memoria de los Pretos Novos (IPN). “Lo que más me conmueve de este lugar es tener la oportunidad de mostrar una historia que durante 200 años fue olvidada, eso no tiene precio”, declara Guimarães, directora del Instituto. Este memorial incluye un museo arqueológico e histórico, una biblioteca con salas de clase colindantes para talleres e investigaciones, así como un centro cultural, todo gestionado por forma de autofinanciamiento. No obstante, todavía se requiere una gran inversión económica y científica para descubrir lo que este hallazgo arqueológico tiene para contar.
Los fosas muestran huesos fracturados, quemados y amontonados que todavía no han sido desenterrados
Río de Janeiro fue el principal puerto de desembarque de personas cautivas provenientes de África para el sistema de trabajo esclavo de todas las Américas entre mediados del siglo XVIII y principios del XIX. A todo el continente americano trasladaron unos 10 millones de africanos, 4 millones de ellos a Brasil, de los cuales un 60 % (un millón de personas) desembarcaron en el puerto de Río de Janeiro, denominado Cais do Valongo. Desde ahí, muchos se trasladaban a las plantaciones de caña o a las minas, entre otros lugares. Los niños esclavizados, que solían ser más de la mitad de cada barco de entre 300 y 500 cautivos, eran muy disputados para realizar recados, según cita el historiador brasileño Claudio de Paula Honorato.
A pesar de existir numerosos estudios que demuestran estos hechos poco se sabía sobre el sepultamiento de estas personas que, sometidas a deplorables condiciones, podían fallecer en su llegada al puerto o en los inhumanos depósitos donde estaban prisioneras hasta ser vendidas por uno de los tratantes de personas.
“Mirar para esa ventana es estremecedor. Conocer la historia de todas estas personas es algo muy triste pero es nuestra historia, precisamos rellenar las páginas de nuestro pasado que continúan en blanco“, declara Guimarães señalando a una de las dos vitrinas sobre el suelo que muestran los huesos amontonados levemente y desenterrados por algunos arqueólogos. Guimarães admite que hasta el descubrimiento del cementerio, ella sabía poco sobre la esclavitud, hoy en día es una enciclopedia abierta. “No se puede explicar en palabras el sufrimiento que emana de esos huesos”, añade ella. Debido a la ausencia de inversión pública para las investigaciones, ha habido pocos trabajos arqueológicos y, generalmente, estos han sido financiados por los propios arqueólogos, según cuenta la responsable del lugar. Varios investigadores de otras áreas como la historia o la antropología también se han aproximado al lugar.
Las investigaciones dan pruebas contundentes del enterramiento masivo en un espacio relativamente pequeño, que se estima en torno a 1.000 metros cuadrados con solo 1,8 metros de profundidad. Muchos huesos presentan fracturas y signos de combustión. Según los investigadores, los cuerpos eran lanzados a las fosas cada vez más repletas y para hacer espacio para los posteriores fallecidos se procedía a quebrar o quemar anteriores restos mortales.
“En ese espacio […] había un montón de tierra, por todos lados salían restos de cadáveres que quedaban al descubierto con la lluvia”, según reza el relato del viajante alemán G. W. Freireyss, uno de los pocos testimonios de aquel lugar que el IPN ha conseguido recoger. Julio César, historiador y escritor del libro ‘La flor de la tierra: el cementerio de los Pretros Novos’, explica en una entrevista para la televisión pública que la falta de entierros dignos influyó también en los rituales de muerte de estas personas. “En muchas culturas africanas, la muerte era un momento de transición y de fiesta porque el fallecido se iba a encontrar con sus antepasados, pero esto solo era posible si se respetaba el ritual”. César detalla que “era necesario enterrar bien el cadáver para que ningún hechicero pudiese recuperar un hueso y lanzar maldiciones. El cuerpo muerto no se podía dejar a ‘flor de la tierra’ como están estos restos humanos, que claramente no fueron debidamente sepultados. Las almas de los que no se consiguen desvincular del lugar pueden continuar volviendo y, muchas veces, creando terrores”, explica este historiador en base a sus investigaciones.
Josephina Bakhita es el único esqueleto completo que los arqueólogos han conseguido reconstituir hasta el momento. “A pesar de ser extremadamente frágil, el esqueleto podrá revelar las condiciones de salud y de estrés físico a los que esta joven africana fue sometida en su corta vida. Por primera vez se le podrá dar voz a un Preto Novo (africano cautivo que fallecía antes de ser vendido) para entender mejor las degradantes condiciones a las que se sometían a los africanos cautivos en Brasil entre los siglos XVIII e XIX”, relata una presentación oficial del IPN. Sin embargo, en los 14 años que han pasado desde la fundación del museo memorial, Bakhita solo pasó por un análisis epidemiológico que confirmó que no había padecido la fiebre amarilla. “No sabemos hasta el momento más nada porque ese tipo de investigaciones cuesta muy caro”, añade Guimarães, que explica que los restos de esta joven fueron bautizados en honor a la patrona de los esclavos Santa Josefina, que fue también la primera santa africana canonizada en el año 2000 por el Papa Juán Pablo II. Bakhita, en el dialecto núbio sudanés, quiere decir “bienaventurada”.
Guardiana de un pedazo de la historia de Brasil, a pesar del abandono de los poderes públicos
“Yo podría parar de luchar por este lugar y plantar mis árboles frutales aquí en medio, pero ¿acaso cualquier persona con un mínimo de consciencia viviría tranquila sabiendo que pisa sobre más de 40.000 personas muertas, desconocidas y olvidadas porque son negros? No podemos hacer eso”, declara Guimarães.
La rescatadora de esta historia vive desde los 10 años en Gamboa, hija de una española que abandonó Pontevedra durante la dictadura de Franco y desembarcó en el mismo puerto donde un siglo antes pisaban los pies de los africanos capturados. Guimarães se casó con un descendiente de portugueses –tanto migrantes españoles como portugueses abundaban en la zona comercial que rodeaba al puerto– y con los ahorros de varios años consiguieron comprarse una casa en ruinas en el barrio. Ahorraron seis años más para hacer las reformas y tras los primeros palazos de los albañiles aparecieron los huesos.
“Solo en los cuatro primeros agujeros cavados ya llenamos unas 28 cajas de huesos y entre ellos había muchos cráneos de niños”, explica la propietaria del lugar. Nadie de sus allegados tenía ni la más remota idea de que allí hubiese podido haber un cementerio, pero gracias a algunos documentos y libros antiguos pudieron confirmarlo. “El Ayuntamiento nos pidió que parásemos inmediatamente las obras para realizar excavaciones arqueológicas”, relata esta descendiente de españoles que se trasladó con su marido y sus hijas temporalmente a un local contiguo casi abandonado. La temporalidad se tradujo en casi una década, periodo en el que las autoridades no movieron ni un dedo por la investigación.
“Gastamos nuestros ahorros y pasamos innumerables penurias. Yo visitaba constantemente a los funcionarios del Ayuntamiento para pedirles que hiciesen algo y solo me amenazaban con expropiarnos”, cuenta. Hasta que, finalmente, la familia Guimarães encontró una ley que les protegía contra la expropiación si ellos se mostraban disponibles para el estudio arqueológico en el momento en el que las autoridades decidieran emprenderlo. Cubrieron los agujeros con tierra que fuese fácil de abrir en caso de excavación y volvieron a su hogar en 2004 para ir reformándolo poco a poco. En 2005, cuando compraron las dos casas en ruinas contiguas para hacer un garaje, aparecieron más restos mortales del cementerio. Nunca entró un coche en el lugar porque a partir de este momento la familia con la ayuda de algunos voluntarios decidieron tomar la iniciativa por su cuenta y transformar el lugar en lo que hoy es el IPN.
“Nuestra única idea era buscar la forma de mantener la memoria de estas personas viva pero no sabíamos cómo, no había ningún proyecto parecido en el que pudiésemos inspirarnos”. El IPN es un cementerio, es un enclave arqueológico, es la prueba fehaciente de una parte de la historia, es un museo, es un centro de investigaciones y es, en síntesis, un revelador de informaciones con un gran potencial al que las autoridades han dado poca atención.
Durante las obras de 2012 de revitalización del puerto, motivadas por la selección de Río de Janeiro con motivo de los Juegos Olímpicos (JJOO) de 2016, aparecieron nuevos restos mortales en las calles colindantes en las que se estaba construyendo un tranvía. “Fue nuestro momento de gritar, ya llevábamos mucho tiempo arreglándonos con escasos recursos y gracias al boom de ese momento de renovación de la ciudad nos concedieron una ayuda fija anual para cubrir los costes básicos”. Guimarães detalla que la ayuda comenzó en 2013 con 30.000 reales anuales (euros) y ascendió hasta 85.000 reales (euros) en 2016, momento en el que cambió el gobierno y se cortó la financiación. Con motivo de los JJOO el IPN recibió un premio que destinó a financiar más de 100 talleres y conferencias sobre la historia de la esclavitud y la diáspora africana, todas de forma abierta y gratuita para el público. No obstante, hoy en día, desprovisto de cualquier ayuda financiera pública, el IPN vuelve a confrontarse a las dificultades de su fundación solo que con una estructura que mantener mucho más grande. Uno de los fundamentos del centro es que sea siempre un lugar público y gratuito para todas las personas.
“Lo que más me duele es la desatención del Estado. El Ministerio me cuestionó recientemente si quería cerrar el IPN, le dije que no quería cerrar pero que no teníamos recursos ni para pagar las facturas de la luz y su única propuesta fue ayudarnos a escribir un proyecto para captar algún dinero de fondos de cultura”. A pesar de los obstáculos, Guimarães y su familia, casi todos implicados en el proyecto, luchan cada día para que el memorial siga adelante. “Las autoridades nos ignoraron desde un primer momento, insistí en crear este lugar por cabezonería. Si yo no cuento esta historia, ¿quién la va a contar?”
Luna Gámez
@LunaGamp